09 septiembre, 2010

El último trabajo. Dos.

2

El tren arrancó en su punto y el traqueteo le hizo volver a la realidad. Hasta ese momento su mente había estado en los pensamientos infernales de su trabajo. En el fondo sabía que no podría volver pero se autoengañaba diciéndose que no había sido para tanto y que realmente la culpa no había sido suya. Al fin y al cabo él no era más que un mindundi, un chupatintas de cuarta, el último mono de aquella empresa multinacional de dudosa reputación.


En sus primeros minutos el viaje resultó tan monótono como siempre. Los mismos paisajes de siempre, casi se diría que las mismas caras de siempre. Es curioso como cuando hemos hecho el mismo viaje tantas veces nos parece como un bucle, un día de la marmota, que se repite hasta el infinito sin posibilidad de escapar.


El tren estaba a rebosar salvo precisamente el asiento 141. El asiento a su lado permanecía vacio. Se felicitaba por la coincidencia y se empezaba a convencer de que sus impresiones de las horas antes no eran mas que tonterías suyas, probablemente a causa del estrés que llevaba acumulado en las últimas semanas. Que equivocado estaba.


Justo a la mitad del trayecto el tren hizo su parada reglamentaria y allí subió ella. Desde el primer momento se dio cuenta de que era una de esas mujeres de bandera inalcanzable para un perdedor como él.


Cuando se sentó a su lado no logró más que contener el aire unos segundos y enrojecer como un tomate maduro. Definitivamente no estaba preparado para estar tan cerca de una mujer como aquella y ya sabía que lo que quedaba de viaje iba a ser un infierno. Ella por supuesto no le había dedicado en todo ese tiempo ni una simple mirada. Pareciera que ni lo hubiera visto aunque estaban a escasos centímetros el uno de la otra.


De vez en cuando él le lanzaba una mirada furtiva y la notaba nerviosa. Evidentemente por causas ajenas a su intento de violar su intimidad, puesto que ella seguía sin verlo. Se limitaba a garabatear en una libreta y levantar permanentemente la vista y otear el horizonte de aquel vagón y vuelta a la libreta.


Así fueron pasando el resto de monótonas horas de viaje. Él incluso se había quedado dormido en su asiento y se despertó sobresaltado cuando el revisor le estaba zarandeando para que volviera en sí. Habían llegado al destino. Ya no quedaban en el tren más que el simpático revisor, su equipaje y el mismo. Ni rastro de ella, pensó. Luego volviò a la realidad y bajo de aquel tren.

Continuará...

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